Creo fervientemente que la mugre no necesita ninguna defensa, pues lleva de por si, la batalla ganada; sin embargo podemos verle un lado más limpio de prejuicios.
Debajo de nuestras uñas ‘aparece’ la mugre sin siquiera podernos oponer y tercamente la limpiamos, nos limpiamos. Sobre la mesa, en el asfalto, en las alcantarillas, la mugre espera nuestra distracción para aparecer. “¿Quién dejo ese mugrero ahí?” Nos preguntamos con una sorpresa cínica, pero sabemos que nosotros, los padres de la mugre, vamos esparciendo su existencia.
Un signo de civilización es sin duda la suciedad. Así que, si buscamos vida extraterrestre con costumbres similares a las nuestras, deberíamos empezar por seguir los rastros de mugre o, por el contrario, enmugrar un planeta y observar de manera cautelosa quien va a limpiarlo, para encontrarnos con los habitantes galácticos de la pulcritud.
Y me vienen a la mete los orientales y su obsesión por la limpieza, que en su rasgado campo visual no cabe la mugre y prefieren ver cerezos. Los occidentales no discriminamos, mugre o no mugre, para todo hay espacio en nuestra vista. Tanta mugre en el inconsciente y tanta limpieza en la realidad nos ocasionaría tremenda neurosis, por ello mejor llevar la fiesta en paz.

La lucha diaria contra la mugre es una lucha contra nosotros mismos. También somos mugre, porquería, mal olor, podredumbre. Si consiguiéramos inventar una mugre que se limpiara sola o un aparato exterminador de suciedad, seguro nos extinguiríamos como especie. Es la mugre la parte más simbólica de nuestra sombra, de nuestro lado ruin, envidioso, pedante… No por nada hacemos los mismos gestos ante uno de estos sentimientos y al estar frente a una pila de basura.
“Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten y, así progresivamente, van volviendo a ser lo que no son.” Dice Julio Florencio Cortázar, y digo yo: “Si quieres conocer bien a alguien, debes conocer su mugre”.